Diario de lecturas (diecisiete)

Por Juan Terranova


Hace unos años Russel Crowe le pegó en la cara al conserje de un hotel con un teléfono. Cuando le preguntaron por qué lo había hecho respondió: “Fue una mezcla de jet-lag, soledad y adrenalina”. Es una buena respuesta. Uno de mis principios preferido de la literatura universal es el de Conversación en Sicilia de Elio Vittorini: “Aquel invierno yo era presa de furias abstractas”.

Cada vez que voy a la casa de fin de semana de mis suegros agarro el primer tomo de Historia y conciencia de clase de Georg Lukács y leo el “prólogo” a la última edición. Ya me pasó tres veces. El fin de semana pasado lo leí prestando especial atención porque me lastime el tobillo derecho jugando al tenis y el domingo me lo pasé sentado o acostado, al sol, aburriéndome. El prólogo, atractivo y prolijo, es una especie de autobiografía o memoria intelectual donde Lukács recuerda cómo fueron cambiando sus lecturas a medida que su entorno político y su vida cambiaban. Ambos dos tomos –tapa dura en octavo, letras doradas sobre un fondo de cuerina marrón–, los editó Sarpe en 1985 y están basados la edición de la obras completas del marxista húngaro que se empezaron a publicar en la década del sesenta en España. La versión española es de un tal Manuel Sacristán y creo que Historia y conciencia de clase es una buena traducción del original Geschichte Und Klassenbewusstein Studien Über Marxistische Dialektik. Aunque en una nota del traductor, firmada en 1968, se apunta que el título original de la obra publicada en Berlín por primera vez en 1923 era solamente Geschichte Und Klassenbewusstein.

Hay, antes de esa nota, una cronología rápida y unos apuntes sobre el libro que aparecen sin firmar. De esos apuntes extraigo este párrafo: “Había que desmantelar, por tanto, este mecanismo propio de una teoría esclerotizada, que había bebido más de los textos de Engels que de Marx, y reconstruir la carne viva del pensamiento negativo, su esencia crítica. En Historia y conciencia de clase, este movimiento se lleva a cabo acudiendo a Hegel, cuya filosofía es la más próxima al marxismo. De este retorno a Hegel, Lukács incorpora el énfasis puesto sobre consciencia en tanto constitutiva del mundo”.

No sé cuánto hay de cierto en esto porque nunca terminé de avanzar sobre el libro y también porque Hegel –aunque no tanto Marx, camaradas– me excede. Por otra parte, no creo que vaya a seguir leyendo. De hecho, Lukacs no es una lectura frecuente para mí y estoy convencido, herencia psicoanalítica porteña mediante, de que no es la consciencia lo que aterroriza y da forma al mundo sino el deseo. Sin embargo, “reconstruir la carne viva del pensamiento negativo” es un proyecto sensual y ambicioso. Si seguimos este comentario al pasar, demasiado sintético y quizás torpe pero efectivo, entendemos un poco más por qué la raíz, siempre oscura de la narrativa del siglo XX, tuvo sus aguerridas versiones marxistas. Marx fue un pensador negativo, un utopista disociado, tanto como lo son o lo fueron José Hernández, William Burroughs, Michel Houellebecq y Chuck Palahniuk. En ciertas situaciones, entonces, el viejo húngaro stalinista te conecta con una parte lejana y sepiada de la historia de Europa que te ayuda a combatir la instantaneidad y la idiotez y alinea los engranajes de la política y las ideologías. Esa, y no otra, es, al final, la gran aventura.