la revolución es un cero enfermo

por Diego Vecino



El gran tema de debate cuando cursé Historia Social Latinoamericana era si la revolución mexicana había sido una revolución. Hice esa materia en mi segundo cuatrimestre de carrera, así que en ese momento yo era un joven activo, de pupilas anchas y brillosas, expulsado de un colegio católico de clase media y egresado en otro, entusiasmado por las deprimentes variaciones ocres de las paredes hechas mierda de la Facultad de Sociales, por los miles de carteles y folletos que las agrupaciones políticas imprimían todos los días.

Cuando entré por primera vez a anotarme, creo que pensé que ahí, en esos pasillos de lozas amarillas claras, desgastadas por el paso del tiempo, de hospital, estaba “la realidad”. Tuve mi primer clase de Historia Social Latinoamericana sentado en el piso, porque no había más bancos. El curso era una masa de respiración, monóxido de carbono y sudor. Se fumaba, se pasaba mate. Participé con sinceras convicciones en el debate de si la revolución mexicana había sido, realmente, una revolución. El tema lo planteaba, creo, un texto de Hans Tobler, que repasaba a vuelo de pájaro las controversias que habían generado ciertas respuestas negativas a esa pregunta.

Yo defendía la posición antipática. La revolución mexicana no había sido una revolución porque no tuvo ni reforma agraria a gran escala, ni se colectivizaron los medios de producción, ni se nacionalizó el comercio extranjero ni ninguno de esos hitos que la distante Rusia, para esos mismos años, había logrado con disciplina y líderes antológicos. Los héroes de México habían sido unos simpáticos caudillos locales, bandoleros, populares mitos, figuritas; pero no tenían la estampa revolucionaria del rubio albañil emancipado del Este, levantando la bandera roja, ondeando al viento, como la veía en los posters de la Guerra Civil Española que en esa época coleccionaba en jpg en la computadora. Eran mexicanos roñosos y desarrapados. De a caballo. Las revoluciones no se hacen a caballo, pensaba.

Una piba de rasta defendió la revolución. Era grandota, un poco granosa; para nada linda. Llevaba joggings y una musculosa violeta. Tenía pinta de murga. Sus argumentos eran emotivos. La revolución mexicana merecía llamarse revolución. Hans Tobler, para hablar de “revolución mexicana” me acuerdo que hacía una finta en la periodización y la llevaba hasta 1940, cuando el cardenismo logró muchas de las transformaciones estructurales que el período de guerras intestinas, entre el ’10 y el ’20, no había podido resolver o radicalizar. A mi eso me hacía un poco de ruido. Objetivamente, era cualquiera.

Mi argumento fuerte era que no desmerecíamos los hechos ocurridos en México por negarle una palabra, “revolución”, que al fin y al cabo era una mera clasificación, una forma de ordenar fenómenos de la historia. Era joven y creía en las ciencias. Era positivista. Al final de la clase se me acercó un pibe de rulos y nariz grande. Tenía un morral multicolor, que parecía liviano. Me dijo que le había resultado interesante mi posición y me invitó a un grupo de estudio de El Capital que llevaban con unos compañeros los jueves a la noche en el aula 305.

–¿Militás?, me preguntó.

Le dije que no, aunque no era del todo verdad.

–Bueno, mirá, en el curso hay algunos compañeros del PO, pero la idea es por fuera de la militancia. Está abierto a todos los que quieran venir, y es sin ningún tipo de compromiso político. Empezamos la semana pasada, así que si te interesa estás invitado. La idea es un poco leer el libro e ir comentándolo entre nosotros y discutiéndolo.

Se llamaba Julián. Ese jueves fui.

Eramos cinco. Julián era el que más hablaba, y el que parecía coordinar el grupo. Cuando llegué me presentó. Empezamos con la acumulación originaria y, treinta minutos después, estábamos discutiendo política nacional.

–Hay que estar preparados –dijo Julián–. Hay que pensar que, en este momento, nosotros tenemos una coyuntura política cada vez más conflictiva. Sino piensen en Cutral-Có, en Zanon, en Brukman. Los tiempos que vienen son los más importantes, y hay que estar preparados para actuar en cualquier momento. En el 2001 vimos las posibilidades de una revolución en la Argentina, y ese proceso de lucha no está cerrado, sino todo lo contrario. Se está agudizando cada vez más. Y lo que tenemos ahora es un gobierno muy débil, elegido con apenas el 20% de los votos. Y que encima representa a los mismos intereses que representaba Menem, la alianza, Duhalde. Se cae sólo, compañeros, y hay que estar preparados.

Era el 2003.

No volví a ir al curso de lectura, y me llevé Historia Social Latinoamericana a final. No la rendí inmediatamente, y me fui dejando estar. Mientras, hice las correlativas, Historia Argentina y Análisis de la Sociedad Argentina. Las metí a las dos. En sociales las correlatividades no importan, me iba a dar cuenta. Pasaron los dos años de rigor y la materia se me venció. El gobierno de Kirchner, al contrario, se mantuvo. Cuando junté fuerzas me volví a anotar en Latinoamericana, para volver a cursarla. Tuve clase en el piso. No tomé ningún apunte. Hacia calor y estaba hinchado las pelotas. El programa tenía los mismos textos. El de Hans Tobler, sobre las controversias de la revolución mexicana. La División del Norte, contó el profesor, entraba en batalla gritando “¡Viva Villa, jijos de la chingada!”. Igual dejé de ir a clases en seguida, porque nunca tenía tiempo o estaba muy cansado a la salida del trabajo. La revolución. La revolución es una obsesión para muchos estudiantes de sociales. Sólo eso justifica la pregunta de si fue la revolución mexicana realmente una revolución. Hoy contestaría que sí, sin dudarlo. Hasta hace unos años, el partido oficialista, el partido de oposición y la guerrilla, todos en México, se decían los verdaderos herederos del México insurgente.

Al final de la carrera, en mi último cuatrimestre de cursada, hice Sociología de los Procesos Revolucionarios. En la primera clase el profesor del práctico nos sometió a una práctica abyecta: presentarnos y decir por qué nos interesaba la materia. Yo dije:

–Me anoté porque quiero saber si la revolución mexicana fue o no una revolución.

El profesor me contestó:

–Ah, bueno. Pero te vas a quedar con las ganas, porque no vemos revolución mexicana. Vemos la francesa, la rusa, la húngara, la china y, si tenemos suerte, la cubana.